De nuevo el silencio de la noche. Por el callejón apareció el gato que minutos antes había interrumpido la congregación, andaba cojo –alguna bala le había atravesado una pata-. El joven buscó en uno de sus bolsillos, se agachó estirando una mano en la que llevaba un higo maduro, abierto. Al gato le fascinó aquel regalo, se relamió los bigotes y no opuso resistencia cuando el muchacho lo cogió. –Tranquilo, ya ha pasado todo. Yo te cuidaré-.
Antes de salir del callejón se aseguró que no hubiera ningún guardia. A un lado, al otro y, como si de un gato se tratase, avanzó sigiloso entre callejuelas hasta llegar a la verja de un viejo almacén abandonado. Había un agujero en la parte trasera, entró. Parecía conocer cada rincón de aquel lugar, sin apenas luz se deslizó escaleras abajo hacia lo que en algún día fuese, probablemente, una bodega. Pero ya no lo era, ahora era su hogar.
La estancia estaba en penumbra, iluminada por algún resquicio de luz que atravesaba una ventana, aún así se podían distinguir los grandes sacos, amontonados de cualquier manera, de arroz y patatas, nueces y peras.
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